Edad Moderna y cultos paganos: brujería en la Europa Occidental.
Etimológicamente la
palabra bruja tiene un origen incierto. Algunos estudiosos apuntan a época prerromana,
relacionándola, por su similar base lingüística, con el étimo catalán bruixa o con el gallego bruxa. Sin embargo, de lo que únicamente
tenemos constancia es de su uso y divulgación en época medieval. Si nos remontamos a la
Antigüedad Clásica habría que señalar que, en latín, las brujas eran
denominadas con el término maleficae,
étimo que se popularizó en Europa durante toda la Edad Media y gran parte de la
Edad Moderna. Existen además otros términos equivalentes en otras lenguas, como
son el inglés witch, el italiano strega, el alemán hexe y el francés sorcière.
Esta última palabra, femenino de sorcier,
deriva del latín vulgar sortiarius
(que literalmente significa "hablador de suertes o parlanchín de suertes") y
del latín clásico sors, sortis (que en
primer lugar hacía referencia a un procedimiento de clarividencia, y, con el
tiempo, pasó a significar destino o suerte).
Pero: ¿qué son las brujas? Para responder a esta cuestión utilizaré las palabras del matemático y teólogo del siglo XVI, Pedro Sánchez Ciruelo, ya que son fiel reflejo del arquetipo de bruja que muchos de nosotros tenemos en mente:
«A esta nigromancia pertenece la arte que el diablo ha enseñado a las bruxas o xorguiñas, hombres o mujeres, que tienen hecho pacto con el diablo, que untándose ciertos ungüentos y diciendo ciertas palabras. Van de noche por los aires y caminan lexos a tierras a hacer ciertos maleficios...» (Manuel Fernández Álvarez, 2002.)
En primer lugar, Ciruelo vincula la brujería con los pactos con el diablo. Dato esencial si tenemos en cuenta que el Papa Juan XXII en 1326 las excomulga, considera herejes y autoriza su persecución por parte de la Inquisición basándose, sobre todo, en esos supuestos pactos. A resultas de estos vínculos demoniacos, las brujas presentaban en su piel (preferentemente cerca de los genitales) una marca pálida y rojiza considerada señal unívoca de brujería. Además, todas, en determinado momento debían rendir honores a su amo y señor, por lo que llevaban a cabo el osculum obscenum, que no era otra cosa que besar las nalgas, ano o genitales del diablo en señal de pleitesía.
Pero la figura de la bruja no habría generado tanto rechazo de no acusársela de invertir gran parte de su tiempo en actividades tan poco convencionales como la elaboración de ungüentos, a cual más repulsivo. Por ejemplo, en un notorio tratado de 1460, Johannes Tinctoris acusaba a las brujas de crear un ungüento hecho de carne de sapo, sangre de niños asesinados, huesos de cuerpos exhumados y sangre menstrual. Sin duda, combinación sugerente donde las haya.
Tampoco resulta trivial la mención de Ciruelo a que las brujas «van de noche», y es que ya en el manual del inquisidor Bernard Gui, escrito en 1326, se sugiere la idea de investigar a las mujeres «que salen por la noche». Pero no es el único al que la unión de los términos noche y mujer alteran en exceso los sentidos. De hecho, según Nevill Drury, (2005). un tratado de la misma época escrito por un franciscano inglés proporciona algunos detalles muy interesantes acerca del ámbito visionario experimentado por estas mujeres:
«Pero yo pregunto, qué debe decirse sobre aquellas desdichadas y supersticiosas que afirman que por la noche ven reinas hermosas y otras reinas y doncellas junto a la dama Diana, y dirigiendo las danzas con la diosa de los paganos a los que en nuestra lengua se llaman elfos, y creen que estos transforman a los hombres y las mujeres en otros seres y los conducen a Elvelond, donde ahora, según afirman, viven los poderosos paladines Onewone y Wade, los cuales son únicamente los fantasmas de los espíritus malignos. Ya que, cuando el diablo ha sometido la mente de cualquiera a estas creencias monstruosas, él mismo se transforma y adquiere la forma de un ángel, a veces de un hombre, otras de mujer, a veces a pie, otras como caballero en un torneo o justa, a veces, como se ha dicho, en bailes u otros deportes. Como resultado de todas estas cosas, un miserable de este tipo consigue engañar su mente» (Neville Drury, 2005)
En cualquier caso, es el hecho de que Ciruelo afirme que las brujas «caminan lexos a tierras a hacer ciertos maleficios...» lo que nos ayuda a acercarnos mejor al concepto sesgado que de la magia tenían los inquisidores, pues no la entendían como un cauce alternativo a los medios normales para evitar adversidades, enfermedades o alcanzar ciertos propósitos (más o menos lícitos), sino única y exclusivamente como el arte de hacer el mal, siempre encaminado a ayudar a demonios y otras fuerzas oscuras.
Si bien es cierto que tanto hombres y mujeres fueron perseguidos por la Inquisición acusados, unos y otros, de pactar con el diablo, el tratado Malleus Maleficarum (Martillo de las brujas) pone el foco en ellas pues, en palabras del propio tratado,
«se pensaba que la superstición se encontraba ante todo en las mujeres, y que la mayor cantidad de los brujos eran mujeres porque eran más crédulas, más propensas a la maliginidad y embusteras por naturaleza». ("El martillo de las brujas, para golpear a las brujas y sus herejías con poderosa maza. Malleus Maleficarum". Traducción de Miguel Jimenez Monteserín, Valladolid, Maxtor, 2004, )
Dicho tratado fue publicado en 1486 por dos inquisidores dominicos, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger y a la autoridad del mismo remitían constantemente grandes demonólogos como el inquisidor italiano Bernardo Rategno da Como (1450-1513), el jesuita hispano-belga Martín del Río (1551-1608) y el jurista francés Jean Bodin. Huelga (1529/30-1596) decir que este tratado dio alas a la asentada misoginia de la época y, consecuentemente a mí también, para hablar en clave femenina.
La mayor parte de estos juicios contra brujas se llevaron a cabo en Europa durante la Edad Moderna, siendo especialmente virulentos los años comprendidos entre 1560 y 1660, coincidiendo casualmente (o no) con las tensiones entre protestantes y católicos. En este sentido creo que la frase textual de Lutero «Deberían ser quemadas como herejes por haber hecho pacto con el diablo» (prédica del 6 de mayo de 1526) o la cita bíblica del Éxodo 22, 18 «A los hechiceros no los dejaréis con vida» pueden ser bastante clarificadoras a la hora de comprender algo mejor el pensar general de unos y otros al respecto.
Dentro de las acusaciones esgrimidas contra las brujas hay otras no mencionadas por Ciruelo, pero igualmente interesantes que se circunscriben al ámbito rural: a las brujas se las acusaba de provocar plagas de ratones o langostas, enfermedades a los animales de granja y, sobre todo, de ser las responsables del mal tiempo que echaba perder cosechas y arruinaba las inocentes celebraciones de los campesinos. Relacionado con esto último, creo que puede ser muy ilustrativo la historia recogida por Manuel Fernández Álvarez en su libro Casadas, Monjas, Rameras y Brujas (2002) procedente a su vez del tratado Malleus Maleficarum citado anteriormente:
«Así, por ejemplo, de cómo en la aldea de Baldshut, de la diócesis germana de Constanza, una vieja (a la que ya se la titula de bruja), al no ser invitada a una boda, decide tomar venganza, conjurando a Satán para que en el momento de mayor esplendor de la fiesta arrojara una granizada sobre el baile, arruinando así la fiesta campesina; lo que daría motivo para que los dañados acusaran a la bruja, cuyo final sería la hoguera (...)».
Como se puede observar en la historia, la bruja vuelve a vincularse al diablo y aparece un nuevo elemento: la envidia, sentimiento que, por otro lado, es el hilo conductor de muchos de nuestros cuentos tradicionales y motor del personaje de la bruja. Por ejemplo, en La Bella durmiente del bosque de Charles Perrault (1628-1703), relacionado a su vez con la versión alemana Rosita de espino de Jacob Grimm (1785- 1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859) y con Talía, Sol y Luna del italiano Giambattista Basile (1575-1632) un hada maléfica, ofendida por no haber sido invitada a la celebración en honor a la princesa recién nacida, lanza una maldición contra la pequeña a la que condena a morir pinchada por el huso de un rueca al cumplir los dieciséis años. El paralelismo entre ambas historias es evidente.
Por último, para completar nuestro retrato sería interesante señalar otras tres características bastante comunes en las acusadas de brujería y que aparecen recogidas en el célebre personaje literario de Fernando de Rojas (1474/1476-1541): la Celestina (1499) En primer lugar vivía apartada del mundo, en palabras del propio autor su morada era «Una casa apartada, medio caída, poco compuesta e menos abastada». Además, era una mujer anciana, a la que todos sus vecinos e incluso las bestias llaman: "¡Puta vieja!". Exclamación que por otro lado nos sirve para comentar la última característica común a muchas brujas: su relación poco convencional con el sexo. De Celestina concretamente se cuenta que era prostituta y capaz de recomponer virgos, tal y como queda atestiguado en estos dos fragmentos de la obra comentados por Manuel Fernández en Casadas, Monjas, Rameras y Brujas (2002): «Esto de los virgos unos fazía de vexiga e otros curaba de punto (...)» o «Hacía de esto maravillas, que quando vino por aquí el embaxador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía (...)». Tal y como apunta el autor, no hay duda de que esta habilidad le resultaría útil y oportuna en una sociedad como aquella, regida por el principio de la honra..
Desde luego, el análisis de la bruja es complejo y podría seguir escribiendo muchas más líneas al respecto, pero ya lo han hecho muchos otros antes que yo (y probablemente mucho mejor). Así que en lo que de artículo resta me voy a centrar en desarrollar el que, a mi juicio fue el verdadero motor de esta cacería: el miedo. De hecho en la mentalidad mágica que dominó Europa hasta la Ilustración, para muchos la cuestión no era si existían, o no, tales mujeres, sino cómo, cuándo y dónde encontrarlas. Desde luego sí hubo quienes creyeron en la existencia de las brujas y las temieron, ya que las entendían como una forma más de presencia del demonio en las cosas de la vida diaria, la cual, por cierto, debía considerarse bastante habitual, si tenemos en cuenta que hasta en hoy en día ha sobrevivido la figura del exorcista en la propia Iglesia Católica.
Pero, desde mi punto de vista, ese miedo a las fuerzas del mal no hubiera nunca sido tan poderoso sino hubiera estado impregnado en todos sus poros de una profunda misoginia, un terror desproporcionado a la mujer que se saltaba las normas, a la ajena al discurrir tranquilo de la vida que la encorsetada moral de la época imponía. Las brujas salían de noche, como solo las mujeres perdidas se atrevían a hacer, y al amparo de oscuridad llevaban a cabo los más terribles y macabros rituales, muchos de los cuales incluían a tiernos infantes. Realmente controvertido si pensamos que el fin último de la vida de toda mujer de la época era procrear. ¿Qué clase de mujer (a parte de la hechicera Medea) sería capaz de poner en entredicho su instinto maternal sacrificando lo que ella misma podría haber alumbrado? Solo una endemoniada, o esto era lo que lo que los inquisidores pensaban, porque en realidad, si hay algo de cierto hay en estas acusaciones, podrían remitir a rituales mucho más antiguos que el propio cristianismo y su concepto de bien y mal.
Según Joseph Campbell en su estudio Diosas (2015),en toda Europa entre los años 7000 y 3500 a.C estaba asentado un sistema matrilineal donde la deidad principal era la gran Diosa Madre. Esta divinidad era la portadora del secreto de la vida y la procreación, pero también embajadora de la muerte. En este tipo de civilizaciones el cultivo de plantas era el principal sustento y en algunas de ellas se observaba que de los brotes en mal estado nacían nuevas plantas, es decir, que de la muerte surgía nueva vida. Concepto que traspasado al ritualismo parece bastante claro: los sacrificios entendidos como ofrendas a la deidad podían reportar nuevos bienes (o incluso vida). Por eso en esto tipo de civilizaciones los sacrificios eran bastante habituales y los llevaban a cabo mujeres, ya que eran las más cercanas a la divinidad, pues con ella compartían la mágica capacidad de engendrar vida.
Muchos son los hallazgos arqueológicos que atestiguan este pasado cultural matriarcal, pero por mencionar algunos destacaré en primer lugar a la diosa Cibeles, que era entendida como guardiana de los secretos de la tierra, dadora y arrebatadora de vida. También, en el asentamiento de Catal Hüyük, ubicado al sur de la península de Anatolia, cerca de la actual ciudad de Konya (antigua Iconium) y aproximadamente a 140 km del volcán Hasan Dağ, en Turquía, se halló una figura femenina dando a luz desnuda. Esta se encontró dentro de una vasija que servía para guardar el grano, por lo que rápidamente se la asoció con rituales de fertilidad. Esta figura, además, iba acompañada de leopardos, animales felinos que, en mayor o menor medida, todos tenemos asociados a las brujas y que aparecen en otros hallazgos arqueológicos acompañando a figuras femeninas. Este es el caso de la popularmente llamada Diosa de las Serpientes de Cnossos, una mujer con el torso desnudo que agarra con fuerza serpientes en sus manos y sostiene en lo alto de su cabeza un gato.
En este tipo de sociedades las mujeres tenían un papel muy relevante, eran poderosas jefas de clanes, sacerdotisas, curanderas... ¿Quizá esas viejas marginales que conocían el secreto de las plantas para combatir pequeñas enfermedades y que prometían el amor eterno del hombre y la mujer deseada recordaban a esas poderosas mujeres? ¿Temían algunos que los roles pudieran volverse a invertir y verse ellos en la posición donde ellas, mujeres todas, se hallaban? Desde luego, es dudoso que en la Edad Media quedara constancia cultural de ese pasado matriarcal y, mucho menos, que ese conocimiento estuviera extendido, pero lo que si es cierto que el modo de vida de estas mujeres alteraba lo que para ellos era "el orden natural" de las cosas y por eso las temían, acabando muchas sus días ante el Tribunal de la Santa Inquisición.
Si la sumisión de la mujer era bastante evidente en muchos aspectos de la vida, era totalmente obvio en la sexualidad. Pues el único vehículo de expresión lícito y moralmente aceptable de la misma era el matrimonio. En él la mujer tenía la función de servidora de las necesidades de su esposo y cuidadora de su prole. Imagen que contrasta profundamente con el caso de la supuesta endemoniada Elena Céspedes, cuyo auto de fe fue celebrado en Toledo en 1588 por los motivos brevemente descritos en este fragmento de los Papeles de la Inquisición de Toledo, encontrados en el Archivo Histórico Nacional:
«Esta es la justicia que manda hacer el Santo Oficio de la Inquisición de Toledo a esta mujer, porque siendo casada engañó a otra mujer y se casó con ella. En pena de su culpa la mandan azotar por ello y recluir en un hospital por diez años, para que sirva en él» (Manuel Fernández Álvarez, (2002))
En este singular caso una mujer nacida en Alhama de Granada, esclava y después liberada, se casa con un varón del que al poco enviuda. Posteriormente se enrola como hombre en la guerra de las Alpujarras y por último se casa con una mujer. Alguien reconoce en él a la antigua esclava y la denuncia al Santo Oficio. Sus médicos creen reconocer (en un primer examen) a un hombre, para después retractarse y certificar, en un segundo examen, que en realidad era mujer. Un engaño tal solo era posible con la intervención del mismísimo diablo. Así que Elena Céspedes (con tal nombre fue bautizada) es condenada por la Santa Inquisición a ser azotada y encerrada en un hospital, entre otras cosas, por desprecio el santo sacramento del matrimonio.
Así las cosas y en una sociedad como la aquí descrita, donde el cristianismo marcaba el ritmo de la vida, es fácilmente comprensible que la represión llegara también (o sobre todo) a la relación con el cuerpo. En las acusaciones de brujería la exposición del cuerpo desnudo de las endemoniadas era una constante. Si las mujeres de bien eran discretas en la muestra de sus cuerpos desnudos, las brujas los exponían sin tapujos, totalmente ajenas a la terrible incitación al pecado de la lujuria que esto suponía. Quizá tuviera algo que ver con esto la antigua concepción del cuerpo femenino como recinto mágico y sagrado, digno de respeto y veneración porque solo en él la vida era capaz de abrirse paso.
Nerea Castedo Alonso - nereacastedo@gmail.com
Bibliografía:
-Campbell, Joseph Diosas,. Editorial Atalanta, 2015.
-Drury, Nevill. Magia y hechicería. Desde el chamanismo
hasta los tecnopaganos. Pensamiento y práctica. Editorial Blume, 2005.
-Echazarra, Enrique Crónicas de brujería. Un viaje por la España
de las brujas.. Editorial Aguilar, 2007.
-Fernández Álvarez, Manuel.
Casadas, Monjas, Rameras y Brujas, Editorial
Espasa, 2002.
-Rey Castelao, O; Rial
García, S. Historia de las mujeres en
Galicia (siglos XVI al XIX), Ediciones Nigratea, 2009.
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